Es en 1850 cuando Herman Melville escribe la que será su obra cumbre, Moby Dick, titulada inicialmente The whale (La ballena),
que dedica a Hawthorne. La trama, aparentemente, es bien simple: la
historia de una larga expedición de pesca de ballenas, realizada a bordo
del Pequod, zarpando de Nantucket, el puerto norteamericano que casi
monopolizaba la industria de estos cetáceos. El personaje central es el
capitán Ahab, con su persecución obsesiva y suicida de la ballena
blanca, Moby Dick, que no se deja atrapar y termina por embestir y
hundir al ballenero. Solo se salva del desastre el marinero Ismael, que
es el narrador de la historia, cuyo comienzo, además, se convertirá en
una de las mejores introducciones de la literatura norteamericana: «Call
me Ishmael. Some years ago -never mind how long precisely- having
little or no money in my purse, and nothing particular to interest me on
shore, I thought I would sail about a little and see the watery part of
the world». (Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace
exáctamente, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en
particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un
poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo).
La grandeza del fiero capitán Ahab de Moby Dick está en su insumisión, en no aceptar las limitaciones del ser humano. Su retórica grandilocuente, llena de ecos shaskesperianos;
su pensamiento obsesivo de la ballena, que le ha dejado medio inútil
con una pata de palo, resuena como una amenaza bíblica en el silencio de
los océanos. Frente a Ahab y a Moby Dick está Ismael, el narrador, que
representa el ser humano normal que describe emocionado y convulso la
aventura vivida.
Igual que con El Quijote y otras obras cumbres, nadie vio cuando se publicó Moby Dick
una obra transcendente y universal. Esa personificación del mal en la
ballena, que posteriores exégetas descubrirían, quizás no lo sea tanto,
sino más bien la naturaleza devoradora en su acción
más terrible.
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