sábado, 1 de diciembre de 2012

Cuentos, relatos y narraciones.: Una historia que se repite.


Una historia que se repite.

No estaba atravesando uno de mis mejores momentos. Había abandonado mis estudios en secreto, sin decir una palabra a mis padres que me mandaban una pequeña cantidad de dinero mensual para complementar la exigua beca que me había sido concedida y que, cobrada de forma anual, ya había gastado. Tuve que ponerme a dar clases particulares de física y matemáticas para poder costear mi supervivencia, pero los alumnos que conseguía no pasaban de tomar unas cuantas clases, renunciando después a mis servicios. No es que hiciese mal mi trabajo, quizá se tratase de todo lo contrario; sabía como situar a los alumnos en la senda del estudio de manera que rentabilizasen su tiempo dedicado a este menester de una manera óptima y, de este modo, tras haberles solucionado aquellos problemas donde se habían quedado atascados, podían prescindir de mis clases. El caso es que había caído en una tremenda depresión que me encerró en mi habitación alquilada en un antiguo hostal reconvertido en residencia de estudiantes, sin querer saber nada del mundo exterior. Llevaba días sumido en la más absoluta dejadez, convertida mi estancia en un paisaje desagradable e infecto: montones de ropa sucia se acumulaban en el centro de la habitación, la mesa de trabajo llena de platos sucios con restos de comida reseca en su interior y el aire insalubre por falta de ventilación. Me rodeé  de libros. Era lo único que mi ánimo no me impedía, la lectura; nada de amigos, chicas, compañeros (ex) de facultad, fiestas, bares... quizá en estas cosas había dilapidado mi vida de estudiante becado y subvencionado por mis padres con gran esfuerzo por su parte, lo que me generaba un problema de conciencia que me impedía regresar a casa y confesar, y por eso sentía un profundo asco visceral a seguir saliendo y disfrutando de los ambientes urbanos y de mi juventud. Sólo podía encerrarme en mundos imaginarios para suplir el estado vegetativo en el que me encontraba. Me atormentaba la idea de tener que regresar al pequeño pueblo donde residían mis padres, no quería que mi vida se condenase a ese medio. Deseaba volver a retomar mis estudios al año siguiente tomándomelo en serio esta vez; pero sin la beca, que seguro me sería denegada y sin la ayuda paterna, que también lo sería, no encontraba modo de mantenerme, me acercaba a un punto crítico sin solución de continuidad: ya adeudaba algunas mensualidades del alquiler de mi habitación y mi alimentación, desde que el dinero de la beca se agotó, menguaba en su presupuesto diario, hasta quedar convertida en una dieta enfermiza a base de algunas latas de conserva que consumía al día, con algo de pan, alternando esta nutrición con algunas frutas, si conseguía conservas más baratas. Me sentía como Raskolnikoff, el personaje de Dostoievski que, para mí, ha sido la mejor construcción de un personaje que se haya realizado en la literatura universal, al menos en el pequeño universo literario compuesto por las obras que yo he leído, si bien esto no quiere decir que desease en absoluto estar en su piel, como me sucedía. Físicamente aún no había caído enfermo, tan sólo estaba cada vez más escuálido, pero tal y como se desarrollaban los acontecimientos, es probable que no tardase en llegar a ese punto de fiebre y delirios, "raskolnikoffándome" de un modo más severo. Faltaban diez días para que concluyese el mes y llegase, por tanto, la transferencia bancaria de mi familia; tenía ejecutado un plan de acción para cuando llegase ese momento, seguir con mis intentonas, hasta ahora fallidas, destinadas a encontrar cualquier trabajo con el que mantenerme y poder dar un poco de salubridad a mi vida y plantearme, desde ese lugar, aquello que quería hacer, como conseguirlo y ocuparme de obtener algún préstamo, quizá juntando varias pequeñas cantidades que me anticipasen diferentes amigos (no sé si realmente tenía uno sólo de ellos) para ir haciendo frente a mi deuda antes que se ejecutase el ya anunciado desahucio. Pero hasta que ese momento llegase, no tenía fuerzas para hacer nada. Gasté mi último dinero en un lote de comida precocinada enlatada, que podía templar al baño maría utilizando el agua caliente del lavabo en los aseos colectivos y saqué de la biblioteca universitaria, cuyo carnet aún conservaba, unos cuantos libros dispuesto a encerrarme en la habitación y no salir más que a calentar la comida del modo ya descrito, con grandes posibilidades de comerla fría directamente de la lata si acudir a los retretes con mi ración de albóndigas pudiese suponer motivo de escarnio o de encuentro con la arrendadora de la habitación. Quería encerrarme en silencio y si alguien llamaba a la puerta -sólo podía ser la casera- hacerle entender que no estaba, que pensase que he marchado a visitar a mis padres para conseguir el dinero que le adeudaba, como le había dicho que iba a hacer, la última vez que me exigió el pago a modo de ultimatum.

Al segundo día de mi encierro, de mi desaparición temporal del mundo, desperté hambriento. Abrí una de las latas de judias con chorizo, no quería salir a calentarlas. En la parte superior de la lata abierta flotaba una capa de grasa rojiza. Introduje un tenedor e intenté mezclar el contenido que estaba dispuesto en tres capas, la superior, como dije, era una compacta masa grasienta, al traspasar esta capa, el tenedor no encontró resistencia y un líquido grisáceo subió por los agujeros practicados en la masa grasienta y por la junta entre ésta y el recipiente metálico, la segunda capa era algo que se podría llamar caldo, por tanto. En el fondo de la lata, ocupando dos terceras partes de su capacidad, estaba el contenido sólido, una argamasa endurecida de alubias y trozos de embutido que una vez traspasada con el tenedor se adhirió a éste, dificultando su extracción. Removí el interior del bote para conseguir alguna clase de homogeneidad en su contenido que, rebosando, dejaba escapar espesos goterones pegajosos que se deslizaban por el exterior del recipiente cilíndrico, ofreciendo a la vista un magma de pedazos de habichuela y pequeños icebergs grasientos flotando en una especie de gelatina grisácea con olor a glutamato. Mis tripas se revolvieron y el hambre desapareció por completo. Pensé que no necesitaba comer demasiado ya que no gastaba prácticamente más que la energía necesaria para que mi sistema vegetativo mantuviese su normal funcionamiento. Había comprado unos paquetes de pan tostado y pensé que, al menos por el momento, mi dieta podía consistir en pan y agua -también me había provisto de algunos bidones-, mantenerse hidratado era importante. Abandoné la lata abierta en un rincón de la habitación con la intención de deshacerme de ella en una de mis incursiones  defecatorias nocturnas al retrete comunitario.

El olor de mi habitación debía ser insoportable y nauseabundo. Digo debía ser porque mi olfato, ya acostumbrado al ambiente, no se resentía demasiado. A los olores antes enunciados y potenciados conforme mi encierro se dilataba, cabía añadir  el producido por los orines. Para no salir de la habitación con el consiguiente riesgo de ser descubierto, vacié un balde de plástico que utilizaba para acumular ropa sucia antes de ir a la lavandería (la ropa quedó en un montón junto a los ya existentes) y orinaba en su interior. Ya pondría orden cuando viniesen tiempos mejores, pensaba, para mí no era una gran molestia, sólo notaba la pestilencia -y no demasiado- cuando regresaba de mi salida al retrete, donde había respirado aire más fresco y el contraste se manifestaba, y en alguna ocasión que determinada repugnancia sobresalía, aromáticamente hablando, por encima del resto, quizá porqué una leve corriente de aire -algo de éste circulaba entre los insterticios de la vieja ventana- impulsara determinados efluvios en dirección a mis fosas nasales y  mostrasen su presencia con mayor claridad en esas ocasiones, pero esto ocurría muy pocas veces.

 Pasé la mañana tumbado en la cama leyendo, había escogido una lectura ligera, cosa que no era mi costumbre, una novela negra que colmaba mis necesidades de puro entretenimiento. Al cabo de unas horas, mis músculos estaban entumecidos por tanto tiempo de postración. Me levanté y realicé una serie de ejercicios físicos en el pequeño espacio que quedaba entre la mesa de trabajo, repleta de platos sucios con restos de comida resecos en su interior, la cama y el armario. Dispuse los montones de ropa sucia que ocupaban ese lugar agrupándolos en un solo montón contra la pared junto a la puerta  de acceso y una vez liberado el centro de la habitación, ejercité mis abdominales, hice unas tandas de flexiones tendido en el suelo y, ya puesto en pie, realicé algunos estiramientos. Esto fue suficiente para que mi apetito se abriese de nuevo, como si tuviese en el interior de mi estómago una garra que arañase y anudase sus paredes; esta vez no hice ascos a la lata abierta arrumbada en un rincón que deglutí con los ojos cerrados. Comiéndola de este modo, cerrando la puerta a su aspecto, disiminuyó notablemente su calidad asquerosa, que sólo se afirmaba al notar su consistencia fría, gelatinosa y pegajosa adhiriéndose a las paredes de mi cabidad bucal, como las babas de un enorme caracol nacido a partir de la química del glutamato. Este asco era mínimo comparado con el reconfortamiento que la ingesta produjo en mis tripas. Cuando la lata estuvo vacía y la garra había desaparecido de mis entrañas, bebí dos buenos vasos de agua haciendo buches antes de tragar el líquido para que las secuelas del paso del gran caracol de glutamato -cuyas babas eran perceptibles incluso en mi esófago- desapareciesen por completo. Me encontré mucho mejor, en plena disposición de volver a la cama y seguir con mi lectura. 

Toda la tarde estuve a ratos leyendo, a ratos quedando semidormido en una especie de sueño consciente o lúcido. En uno de estos sueños el texto que estaba leyendo penetró en él: las palabras parecían tomar la dirección que yo indicaba suplantando las escritas en la novela, hasta que me daba cuenta que estaba soñando lo leído y volvía hacia atrás hasta encontrar el punto donde se había producido la bifurcación narrativa. Me pasó unas cuantas veces, justo en los momentos donde el relato se tornaba más intrigante, hasta que llegó el momento que soñé por completo la novela. Era una escena en la que un personaje secundario (al que había tomado simpatía por ser el utilizado por su jefe -el supermafioso horrible- para las labores más rastreras y que no tenía mayor maldad que su propia simplicidad) iba a ser asesinado realizando una tarea que iba destinada al capo de su organización. Cuando se dirigía al lugar donde un matón le esperaba, (iba a recoger un collar de diamantes que su jefe había regalado a una amante que lo había abandonado y que era -aunque ni el jefe ni el personaje en cuestión lo supiesen- en realidad una infiltrada de una organización rival) comencé a hablarle diciendo que no fuese a casa de Ivonne -ese era el nombre de la bella y aparentemente cándida espía-, que todo era una encerrona destinada a eliminar a su jefe y que éste -personaje taimado y difícil de engañar- le había enviado a él sin decirle nada  a su exnovia, quien le había pedido que fuese en persona a recoger los diamantes que, acabado su amor, ya no deseaba para ella y disfrutar de paso de una despedida íntima con la que poner un punto final agradable. No me escuchaba. El pobre diablo estaba absorto en aprovechar la coyuntura -el posible enternecimiento por el final de su relación- para intentar seducir a la muchacha que siempre se había mostrado agradable y cariñosa con él cuando les había hecho de chofer o guardaespaldas en la entrada de los restaurantes de lujo. Justo cuando recogía los diamantes de manos de Ivonne y los introducía en el bolsillo de su abrigo, apareció de improviso el auténtico marido de la chica, un joven ambicioso que ingresaba en el mundo del hampa y quería barrer con todo, con una automática en la mano, dispuesto a descargar algunas detonaciones sobre "mi amigo". Pero el texto se bifurcó de nuevo y aparecí en la habitación; un personaje imprevisto que dejó a los tres que componían la escena pasmados y asombrados. La previsible víctima aprovechó estos instantes de confusión para arrojar un pesado cenicero de piedra -tanta confianza tenia en Ivonne, que había acudido a la entrega desarmado- que encontró al alcance de su mano, sobre una mesa, contra el pistolero, saliendo a continuación corriendo detrás de mí. Cruzamos un pasillo y después yo estaba en la cama, en mi habitación real, y el de pie frente a mí pidiéndome explicaciones. Le conté que me había metido en la novela utilizando mi capacidad recién adquirida de poseer ensoñaciones, o sueños lúcidos -que quizá se debiese a que mi estado ya era algo febril- y que como no me escuchaba mientras conducía su automóvil en dirección a su fatal destino, tuve que acudir finalmente a su rescate, no me preguntes el motivo de mi acto, seguramente no tenía nada mejor que hacer y muy poco que perder. Le pregunté si llevaba el collar de diamantes en el bolsillo y me contestó afirmativamente. Bueno... esto no está mal, le dije, quizá en pago a que te haya salvado la vida me podrías dar la mitad del botín, así no pensaré, como Raskolnikoff, en robar y asesinar -con el fatal desenlace de doble asesinato, este segundo, no premeditado- a una vieja y odiosa usurera prestamista. Y justo cuando extrajo el valioso contenido de su bolsillo y me lo mostró reluciente, se esfumó disipado en la neblina que supuso la apertura de mis ojos. Mi futuro recompuesto se largó con él y la novela volvió a su trazado original donde "mi amigo" fue asesinado por el marido de la pérfida Ivonne. Pero pensé que había encontrado una nueva dimensión de la literatura que podía ofrecerme la posibilidad de diversificar mi experiencia de un modo vívido sin tener que moverme de mi poltrona.

Por la noche, al regresar de mi incursión en los retretes, observé un detalle que había escapado a mi atención y que podía tirar por tierra todo mi plan de desaparición temporal del mundo: la luz producida por la lámpara de la mesilla de noche era visible por la escasa rendija formada entre la puerta y el suelo. Si por la noche encendía la luz, bien para leer o bien para mirar el techo, más como una vida sin cuerpo que como un cuerpo sin vida, podía ser delatada mi presencia en el edificio, lo cual constituía un serio problema. Al volver a entrar en mis dominios cogí parte del montón de ropa sucia y dispuse las prendas apretándolas contra los bajos de la puerta,  asegurándome de que el más mínimo rayo de luz, pudiese pasar por ahí. Una vez sofocado el motivo de alarma, ingerí una moderada ración de tostadas con unos vasos de agua y volví a la cama. Apagué la luz e intente dormir. Sentía un frío interior y dolor en la garganta, que ya se había manifestado cuando comía el pan de característica abrasiva y que trague sin masticar demasiado, sin ningunas ganas de disfrutar de su aburrido sabor. El sudor comenzaba a convertirse en un torrente manado de mis poros y pronto las sábanas estuvieron húmedas, húmedas y frías. Tenía fiebre, me amodorré con dolor de cabeza y comencé a soñar con plena consciencia.  Me descubrí pidiendo socorro a gritos y mi voz era devuelta resonando entre las montañas. Había ido en busca de un refugio situado a gran altura en la sierra -ya el aroma pestilente de la podredumbre de la que me había rodeado, había sido sustituido por el viento fresco que soplaba en aquellos altos parajes en un delirio que abarcaba mis cinco sentidos- en busca de soledad, para encontrar mi conexión con el cosmos, para satisfacer mi ansia de hacerme uno con el universo mediante una experiencia que me ofreciese una manera nueva y relativizadora de entender el deseo que acabase con el sufrimiento y poder rehacerme a mi mismo. Había caminado durante horas y cuando ya anochecía y estaba cerca de mi destino, resbalé por un terraplén en un descuido, impactando mi pierna contra una roca de manera brutal. Tenía una fractura y no podía moverme para salir de la ladera pedregosa. Sólo podía gritar inútilmente en la montaña solitaria. Es lo que hice, una vez me calmé del pánico inicial. Estaba acurrucado para resguardarme del viento contra la misma roca que  detuvo mi descenso vertiginoso y que había producido mi lesión. Un sudor frío recorría mi rostro y estaba aterido. Consciente de la inutilidad de mis chillidos, decidí sosegarme por completo, debía pasar la noche allí, agazapado contra una piedra. Me relajé mediante la respiración utilizando técnicas de yoga que había aprendido durante el tiempo que dedique a mi preparación mística, hasta conseguir la calma absoluta en mi interior que ya no pugnaba contra un destino inamovible. Todo el dolor desapareció y un calor interior brotaba desplazando al frío y al temor que me producía enfrentarme a la noche en esas circunstancias. Un bienestar profundo e indescriptible se adueñó de mi mientras las últimas luces del atardecer daban la bienvenida al reino de la noche; el placer de haber trascendido mi cuerpo mortal y ver desde las alturas las luces de una ciudad enorme donde podía percibir la presencia de cada uno de sus millones de habitantes encadenados a una realidad cotidiana de la que me había liberado. Estaba a punto de encontrarme con la totalidad que me liberara de toda la miseria humana y me sentía feliz, como acercándome a la posesión de una conciencia que podía abarcar desde la más pequeña de las partículas subatómicas a la más lejana y remota de las galaxias, muy cerca, muy cerca de Dios y cuando hube llegado al punto álgido de mi iluminación se desvaneció toda esta imagen: estaba yo, a la edad de seis años jugando con un muñeco articulado vestido de escalador al que había roto una pierna jugando a escalar la montaña que pretendía ser en mi imaginación la cama que utilizaba en la habitación en casa de mis padres. En este momento desperté. Tenía el cuerpo empapado de sudor y deliraba de fiebre mientras el juguete aún se escurría entre mis dedos hasta desaparecer.

 Volví a quedar dormido, entre sueños, entre desvaríos en los que resonaban los ecos de mi sueño anterior, mi traslación a mi infancia y mi sentimiento de culpabilidad que me imposibilitaba a enfrentarme a mis padres, campesinos que invertían sus ahorros, logrados con gran esfuerzo,  en mí y que yo había malgastado de manera deleznable. Por momentos me trasladaba a una situación ficticia como si la viviese de veras, en la que yo había cumplido con mi cometido -como estudiante y como hijo ejemplar-  y los tiempos se prometían felices. Cuando llegaba a ese punto en mi delirio no quería soltarlo, me agarraba a él con la esperanza de que lo soñado fuese realidad y todo mi presente sólo un mal sueño, logré instalarme en él y sentí de nuevo la paz, el fin de la pesadilla. Fue entonces cuando los golpes contra la puerta me devolvieron a la realidad. Escuché la voz inconfundible de mi arrendadora que me llamaba con tono de voz elevado. "Abre la puerta, sal de ahí, se que estas dentro", repetía estas tres expresiones en distinto orden sin pausa mientras continuaba dando tandas de golpes a la puerta. Salí de la cama abrí la ventana y comprobé que ya hacía bastante tiempo que debió amanecer. La casera seguía con su vociferante letanía, a la que había añadido la expresión "maldito loco" que intercalaba entre las otras tres de un modo generoso. Me acerqué a la puerta y dije en un susurro -preocupándome de que fuese suficientemente perceptible- que estaba enfermo, que qué diablos quería, mi voz resonó cavernosa debido a los tres días en los que, encerrado, no había soltado palabra. La casera me contestó que tenía un importante papel que entregarme; un papel de la policía. Abrí la puerta lo justo para introducir mi mano por la abertura. Una vez tuve posesión del documento, entré rápido la mano al tiempo que cerraba la puerta y decía "gracias". Escuché a los pocos segundos los pasos de la casera alejándose por el pasillo.

 Abrí el sobre y leí el papel que contenía. Se trataba de una citación en la comisaría de policía del barrio para tomarme declaración acerca del asesinato de una anciana prestamista y de su hermana, sucedido con fecha tal -hacía una semana-. Sólo se trataba de un puro trámite -añadía el escueto texto-, una diligencia necesaria pues me encontraba entre los "clientes" que en las fechas anteriores al crimen habían empeñado algún objeto en su establecimiento. 


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